Esta entrada tiene muy poco que ver con aquello sobre lo cual escribo. Va del dolor, del dolor físico que nos abre la puerta al dolor moral.
Hace tiempo que sufro de lumbago y tras una buena temporada sin problemas, el dolor ha vuelto. Es un dolor permanente y toca reflexionar. El dolor impide que nos concentremos en otras cosas, o que relativicemos, que ahorremos nuestro tiempo para lo más urgente e inmediato y releguemos el resto de cuestiones a un segundo plago, ejemplo, este mismo blog desatendido.
El dolor nos hace percibir las cosas con cierto hastío y permite, eso sí, seleccionar lo que realmente vale la pena, aquello que supera el umbral que de otra manera descartamos ante la imposibilidad de atenderlo todo.
El dolor frunce el ceño y es agotador. Y muchas veces tenemos que superarlo a toda costa para seguir trabajando y manteniendo a la familia. Pero es un mal compañero de fatigas.
Comprendo a la gente que cerca del final de su vida quiere acabar con el dolor aunque sea a costa de su propia vida. Es comprensible sobre todo si no existe perspectiva alguna de mejora. Porque el dolor es tolerable ahora que sé que tiene que acabar tarde o temprano pero ¿cómo lo podría aceptar si fuera mayor y permanente?