Al final, con el Convenio de Berna para la Protección de Obras Creativas pasa como con casi todo lo que se relaciona con la propiedad intelectual en general; está tan roto nos lo tendríamos que hacer mirar muy seriamente.
El Convenio y los acuerdo internacionales en general en esta materia reconocen que el autor es titular de todos los derechos por el hecho de crear la obra y que no es necesario formalismo alguno, haciendo así irrelevante el hecho de usar registros estatales de propiedad intelectual. O así al menos debería ser.
Porque luego viene EEUU, uno de los que más tardaron en firmar el convenio, y decide que vale, que sí, que muy bien, pero que como «ellos lo valen» si no registras en su moderna oficina del siglo XIX con ideas y procedimientos incluso anteriores no puedes usar en toda su amplitud su eficiente y lucrativo sistema penal en caso de infracción. Eso sí, cobrando por delante la irrisoria cantidad de entre 35 a 55 dólares en los más básicos registros. Una minucia para las grandes corporaciones que han guiado la economía de la nación, locura irresponsable para el común de los mortales todavía más evidente en el comienzo de la era de Internet donde modelos de negocio y explotación, así como barreras nacionales son traspasadas continuamente.
Supongo que son cosas de estar por encima del bien y del mal.
Pero EEUU no es la única nación. Encontramos prácticas similares, con el mismo tipo de justificación propio de empresas cosméticas, en otras naciones como la Argentina, etc.
Todos somos iguales en materia de copyright, pero algunos somos más iguales que otros. Esto se cumple en su más pura esencia en el anacrónico, absurdo, caro y discriminatorio sistema de registro de la Biblioteca del Congreso de los EEUU y otros países.
O tengo todos los derechos que el Estado brinda o no los tengo. O una cosa u otra, pero las dos al mismo tiempo no, por favor.