La Desobediencia Civil por Thoreau parte 4 de 8

Existen leyes injustas: ¿debemos conformarnos con obedecerlas o, debemos tratar de enmendarlas y acatarlas hasta que hayamos triunfado o, debemos transgredirlas de inmediato? Los hombres en general, bajo un gobierno como éste, piensan que deben esperar hasta convencer a la mayoría para modificarlas. Piensan que si resisten, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es el gobierno quien tiene la culpa de que el remedio sea peor que la enfermedad. El gobierno lo empeora. ¿Por qué no es más capaz de anticiparse y prever para lograr reformas? ¿Por qué no aprecia a su sabia minoría? ¿Por qué llora y se resiste antes de ser herido? ¿Por qué no alienta a sus ciudadanos a estar alertas para señalarle sus faltas y así poder actuar mejor? ¿Por qué siempre crucifica a Cristo, excomulga a Copérnico y a Lutero y declara rebeldes a Washington y a Franklin?

Uno creería que una negación deliberada y práctica de su autoridad fuese la única ofensa jamás contemplada por gobierno alguno; además ¿por qué no le ha asignado el castigo preciso y proporcional que le corresponde? Si un hombre que no tiene bienes se niega sólo una vez a ganar nueve chelines para el Estado, se le encarcela durante un periodo ilimitado sin mediar mandamiento legal alguno, y esto determinado solamente por quienes le colocaron ahí, pero si roba noventa veces nueve chelines al Estado, al poco tiempo se le deja en libertad.

Si la injusticia forma parte de los problemas inherentes a la máquina de gobierno, dejémosla funcionar, que funcione: quizá desaparecerán ciertamente las asperezas y la máquina se desgastará. Si la injusticia tiene una cuerda, una polea, una soga o un eje exclusivamente para ella misma, entonces se podría considerar si el remedio no sería peor que la enfermedad, pero si es de tal naturaleza que requiere que usted sea el agente de injusticia para otro, entonces, digo, ¡viole la ley! que su vida sirva de freno para parar la máquina. Lo que debo hacer es ver a cualquier precio que no me presto para fomentar el mal que condeno.

En cuanto a adoptar los medios que el Estado ha proporcionado para remediar el mal, no conozco tales medios. Toman demasiado tiempo, más que la vida de un hombre. Tengo otros asuntos que atender. No vine a este mundo principalmente para hacerlo un lugar adecuado para vivir, sino para vivir en él, sea bueno o malo. El hombre no debe hacerlo todo, pero sí algo; y como no puede hacerlo todo, no hace falta que haga algo malo. No es de mi incumbencia recurrir al gobernador o a la legislatura, así como no es el suyo recurrir a mi: ¿que hago si ellos no escuchan mi solicitud? Para este caso el Estado no ha proporcionado ningún medio: su mismísima constitución es el mal. Puede que esto parezca chocante, obstinado e intolerante pero esto significa tratar con la máxima amabilidad y consideración al único espíritu que pueda apreciarlo o merecerlo. Por lo tanto, todo cambio es para mejorar como sucede con el nacer o morir que convulcionan al cuerpo.

No titubeo en decir que quienes se llaman a sí mismos Abolicionistas deban retirar inmediata y efectivamente su apoyo, tanto en persona como con sus bienes, al gobierno de Massachusetts, y no esperar a que formen mayoría de uno, antes de adquirir el derecho a prevalecer por medio de ella. Pienso que basta con que tengan a dios de su parte, sin esperar lo otro. Además, todo hombre que tenga más razón que sus vecinos ya constituye una mayoría de uno.

Me encuentro con este gobierno norteamericano o su representante, el gobierno estatal, directamente y cara a cara una vez por año -no más- en la persona de su cobrador de impuestos; ésta es la única forma en que un hombre de mi condición necesariamente lo encuentra; y entonces dice inequívocamente, reconózcame, y la forma más sencilla, más eficaz, y en el estado actual de las cosas, la forma precisa de tratar con él este asunto, de expresar la poca satisfacción y aprecio que se le tenga, es rechazándolo. Mi vecino civil, el cobrador de impuestos, es precisamente el hombre con quien debo lidiar, porque, a fin de cuentas es con hombres y no con pergaminos con los que entro en contienda, y él ha elegido voluntariamente ser agente del gobierno. ¿Cómo va a saber perfectamente él lo que es y lo que hace como funcionario del gobierno, o como hombre, si no se le obliga a considerar si habrá de tratarme a mí, su vecino, al que respeta, como vecino y hombre honesto, o como maniático y perturbador de la paz, y ver si puede superar esta obstrucción de su buena vecindad sin un pensamiento o una palabra más ruda e impetuosa que corresponda a su acción? Sé perfectamente que si un millar, si un centenar, si una decena de hombres a quienes pudiese nombrar -si diez hombres honestos nada más -sí, si un hombre HONESTO solamente, en este Estado de Massachusetts, al cesar de tener esclavos, retirase realmente su colaboración y fuese recluido en la cárcel del condado por eso, sobrevendría la abolición de la esclavitud en Norteamérica. Porque no importa lo pequeño que parezca el comienzo: lo que se hace bien una vez, está hecho para siempre. Pero preferimos hablar y hablar del asunto que decimos es nuestra misión. La reforma tiene muchas veintenas de periódicos a su servicio, pero ni un solo hombre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que dedicara sus días al reconocimiento de la cuestión de los derechos humanos en la Cámara del Consejo, en vez de estar amenazado con las prisiones de Carolina, tuviese que ser el prisionero de Massachusetts, ese Estado que está tan ancioso de imponer la esclavitud a su Estado hermano -aunque por el momento sólo pueda descubrir un acto de inhospitalidad comó base de conflicto con él-, la legislatura desistiría del todo este asunto el invierno siguiente.

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