Se puede morir de muchas formas. El que asesina a un niño ya está, en cierto modo, muerto. Estamos rodeados de muertos andantes, y no nos damos cuenta.
Cuando los que se pretenden adultos juegan a sus juegos movidos por sus certezas y verdades absolutas, absolutamente discrepantes, son muchos los que pagan las consecuencias de la forma más absoluta, muriendo. Cuando sabemos que un niño en EEUU, o en Somalia, o en Afghanistán ya no verá más la luz, cuando en Palestina quedan huérfanos de padres, de hermanos, cuando un niño israelí ve como tirotean a sus padres en su propia casa… algo muere dentro de nosotros. Algo muere en el que mata pero lo que realmente es importante es que mueren niños; esos seres que tenemos que proteger por encima de nuestras más absolutas convicciones, incuestionables verdades absolutas y siempre discrepantes.
Vivimos en un mundo en el que grandes empresas quieren controlar los recursos, siembran el odio y fomentan la guerra y el hambre, o contratan obra de mano infantil para que nuestros hijos del primer mundo puedan tener la última consola, porque hay que consumir y crecer sin límite sin pensar en que el mañana está lejos de estar garantizado.
Vivimos en un mundo en el que ideas absolutamente absurdas anidan en los cerebros supersticiosos y temerosos de voces que resuenan entre enloquecidas neuronas. Sin principio, sin límite, sin final, sin freno y paren acciones repugnantes y absolutas que llevan a la muerte, a no ver más amaneceres a niños como nuestros hijos, primos, sobrinos, amigos.
Hay una verdad que es absoluta: La muerte es el final.
Un niño muerto por una bomba por esos asuntos tan importantes de lo adultos es la claudicación del ser humano como tal. Es la bestialidad absoluta. Es el fracaso más abyecto del miserable colectivo humano, de cualquier credo, religión o convicción política.
Rebusquen en su interior y recuerden, hoy hay niños que no verán salir el sol mañana, porque no tienen qué comer, porque enferman, porque son torturados, asesinados, desmembrados. Esa es la realidad, la verdad de nuestra obcecación ciega.