Retomo, tras muchos años, la serie describiendo mi transformación de persona religiosa a alguien que se puede considerar atea, es decir, alguien que no cree que exista dios alguno. Aquí podéis veir las entradas anteriores:
¿Y por qué lo retomo? Porque últimamente he pensado mucho en la manera en la que los escépticos intentamos convencer a los religiosos de que están equivocados, y en este proceso reflexivo me estoy dando cuenta de que cometemos muchos errores. Tal vez sea porque en un intercambio de ideas sobre religión tendemos, con demasiada frecuencia, a caer en la descalificación y la burla, como si algo tan evidente para nosotros tuviera que serlo para todos.
Pensando en ello me doy cuenta de que el proceso de liberación de creencia en dioses es un proceso largo, de años y siempre cambiante. De hecho el proceso continúa. Mucho se aprende durante el camino, mucho se cuestiona y lo que casi siempre se cumple es que es algo que no ocurre de la noche a la mañana. Cuando cuestionamos las creencias de otras personas no estamos cuestionando aquello que se creen, sino una forma de vida.
Cuestionar la forma de vida no es una tarea sencilla y no es algo que deba de ser tomado a la ligera. Así que lo mejor es contar, desde la propia experiencia, el proceso que hemos tenido cada uno de nosotros con la esperanza, tal vez vana, de inspirar las mismas preguntas en las mentes de otros con el objetivo de lograr iniciar un proceso similar o parecido que durará, probablemente, también años.
Y ahora voy a hablar de la muerte de Dios, del Dios que todavía pensaba que podía existir porque tenía sentido que pudiera existir.
Es aquí cuando entra en mi vida una de las personas que más me han influido en mi vida. No es otro que Carl Sagan.
Y lo cierto es que no fue en aquel momento en el que me di cuenta de su influencia viendo Cosmos. Fue, en ese momento, algo más bien subconsciente. Ha sido después que me he dado cuenta, al volver a ver la serie Cosmos, de lo mucho que me ha influido a lo largo de los años.
Esto, junto a libros del mismo autor que me hicieron cuestionar todo lo referente a OVNIs y visitas de extraterrestres a la Tierra en tiempos pasados, me hicieron retomar muy en serio el método científico, se dio nueva vida al espíritu crítico y escéptico que debe guardarnos de creernos cualquier cosa, por lógica o absurda que nos parezca, sin la debida y proporcional evidencia necesaria.
La decepción conmigo mismo, descubrir la forma en la que me había engañado con tal de creerme lo que más me hubiera gustado que fuera realidad, me enfureció y de tal manera que durante años reaccioné con la misma furia ante afirmaciones religiosas o pseudocientíficas de todo tipo.
Y llegó esa pregunta inquietante. Y si Dios sólo existía en mi mente. Si sólo era una idea más inculcada y nunca cuestionada por la generalidad de las personas. ¿Qué ocurre si no existen los dioses?
Dios murió. Mejor dicho, la idea de Dios había muerto en mi mente probablemente antes de que realmente fuera consciente de ello. En realidad, nunca había podido afirmar, con honestidad saber que cualquier dios realmente existía. Que exista un dios deja de ser necesario para deleitarse con el Universo, para explicarlo, y por supuesto, para que éste exista. Estábamos solos, no había nada después y esa noción dando miedo al principio, nos llena de maravilla después. Fue, en pocas palabras, el punto de inflexión hacia una forma de ver la vida más cabal y razonable.
Poco podía imaginar que este cambio, importante sin duda, era apenas el comienzo de una odisea por los procelosos mundos de la credulidad en la que, lejos de sospecharlo, seguía y probablemente sigo en parte inmerso.
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