Matar niños, asesinar la esperanza del mundo

Cuando me entero de las acciones terroristas de unos y otros en los que incluyo tanto al gobierno de Israel como a los milicianos que lanzan cohetes desde la franja de Gaza, no puedo evitar sentirme terriblemente triste al saber de la muerte, el asesinato de tanta gente. Pero especialmente me conmueve ver que matan a niños. La guerra, esa forma de terrorismo bien vista, es lo que tiene. Mueren personas, padres, hermanos, niños, amigos. Y muere la esperanza. Si algo representan los niños es esperanza.

No concibo un mundo que justifique el asesinato de esos pequeños cuya mirada nos llena de vida y esperanza. No concibo, por lo tanto, solución para el ser humano. Si somos así, será bueno que desaparezcamos de la faz de la Tierra.

Si se puede justificar que una bomba sea de un grupo terrorista cualquiera o un gobierno terrorista cualquiera mate a niños, si el resto de la humanidad es capaz de consentirlo, hemos perdido toda esperanza en el futuro, en la vida, en que alguna vez exista la Justicia verdadera.

¿Acaso no hemos aprendido del  horror de las guerras, del horror de los fanáticos, del horror de la violencia desatada? Estamos sin duda condenados a repetir ese pasado horrible y oscuro. Nos acercamos cada día más al abismo. En pleno siglo XXI no hemos aprendido nada y todavía creemos que se puede asesinar a un niño y «no pasa nada».

¿Nos estamos insensibilizando? ¿De verdad no nos importa?

El otro día, con motivo del día de los donantes de órganos, escuché el conmovedor relato de una madre que en un accidente perdió a un bebé de 16 meses junto a su marido. Ella en la UVI luchó por salvar su vida mientras su hijo moría. La abuela tuvo que tomar la difícil decisión de donar los órganos del niño que sirvieron para salvar la vida de otros. El dolor de aquella madre me conmovió hasta lo más hondo. El amor que sentía por alguien que se había ido, la consciencia de que otros niños vivían desde hace tres años gracias a ese supremo gesto de generosidad debería ser un ejemplo para todos.  Si no somos capaces de intentar preservar a toda costa la vida de los niños de la violencia fanática y visceral de los adultos que sólo saben odiar al otro, no mereceremos llamarnos hombres.

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